martes, 24 de agosto de 2010

articulo publicado en la revista digital groenlandia

Hace ya unos meses Ana Patricia Moya se puso en contacto conmigo para colaborar en una revista que edita periodicamente via internet, y cuyo nombre es groenlandia. aqui dejo el articulo que escribí, y que creo que este es un buen sitio también para ponerlo.

El gusto es mío (solo mío)

Cuando hablé con Ana sobre qué escribir en estas dos páginas, acordamos (por conocimientos míos sobretodo) que trataría de cine. Estuve un tiempo pensando dedicar este artículo a cómo ha evolucionado el cine estéticamente a raíz del auge del mundo digital, y cómo ha influido a nivel ya no solo visual sino también narrativo en las películas de unos años a esta parte. Lo tenía más o menos pensado, o casi, teniendo en cuenta que soy desordenado en cuanto a pensamientos y de opinión variable según el pie con el que me levante. Pero el viernes pasado, cerrando con mi jefe el restaurante donde curro, y estando allí Javi, compañero de mil batallas junto al que estudié, años ha, en la escuela de cine de Ponferrada, me enzarcé en una discusión que llevo manteniendo con personas de toda índole acerca de qué hace que una película llegue a ser buena o mala, o mejor dicho (decía yo) se la llegue a denominar buena o mala a modo casi oficial. El caso es que descosí los trazos que había dibujado del anterior artículo y ahora me veo usando estas páginas para salir al paso de una opinión que mucha gente defiende y con la que no estoy en absoluto de acuerdo: que hay pelis buenas o malas, así, por sí mismas, sin adjudicación ninguna por parte de los espectadores que puedan otorgarle dicho mérito.
Si me remonto atrás en este tema, me acordaré de mí mismo discutiendo a voz en grito (ya por aquel entonces, a los 18) con la profesora de guión cinematográfico y defendiendo una afirmación que todavía a día de hoy suscribo como válida: algo es bueno cuando te gusta, y malo cuando no. Es una opinión que siempre ha salido a la palestra a colación del cine, pero en verdad es aplicable a cualquier forma artística e, incluso, yo añadiría culinaria o, por qué no, estilística. Creo que el gusto masificado (sobre todo masculino) en cuanto a belleza nos ha hecho emborronar o difuminar que más allá de los cánones, la belleza es un punto de vista. Un gusto, y siempre subjetivo.
Cuando señalo que lo bueno es lo que me gusta y lo malo lo que no, no me refiero a un divertimento puro e intranscendente, pues muchas veces se confunde entretener con gustar, y esa es la primera diferencia que hay que tener en cuenta a la hora de entender este planteamiento. El que aquí escribe es un fiel seguidor de pelis de serie B cuando no Z, me encantan las de tiros con prota duro y mujer explosiva, y puedo degustar en la misma tarde toda la trilogía de Scream sin dormirme en el intento. Aun así soy consciente (y supongo que ustedes también) que no es igual que verse la trilogía del Padrino. ¿o sí? Para mojarme un poco más y permitir la sacudida de tomatazos, quizá deba empezar con una afirmación tan rotunda como la que acabo de insinuar: La diferencia entre el serial casi paródico de Wes Craven y la obra maestra de Coppola es, a mi entender, la influencia, el “calado” que ha tenido en el espectador cada una. Pero si cambiamos a los espectadores y, por ejemplo, viviéramos en un universo de teenagers o en una sociedad tipo la de “Los chicos del maíz”, quizá el sello de obra universal fuese otorgado de otra manera. Quizá Scream fuera recordada por encima de los padrinos.
¿Qué es lo que hace buena una película? Creo que todos estamos de acuerdo en que la fotografía, escenografía o sonido son cosas que no la sostienen por sí solas. Incluso el guión, que tantas veces se ha encumbrado como paradigma de elemento básico para un buen film puede llegar a ser secundario en manos de un buen director. Brian de Palma lo ha demostrado a lo largo de toda su carrera. Pero yendo un paso antes, ¿qué convierte a una fotografía, una escenografía, una banda sonora o un guión en “muy buenos”? hay reglas, es cierto, que te dictan como pasos a tener a cuenta a la hora de ponerte manos a la obra. Pero el seguirlas no conlleva resultados óptimos de por sí, ni el no hacerlo debacles artísticas. ¿Entonces a qué atenerse para sostener qué hay obras que todos debemos reconocer sin ninguna duda porque así son catalogadas por los expertos en materia? Es una pregunta que siempre me hecho.
Suelo desconfiar de la gente que dice reconocer como buenas películas que “a ellos no les gustan” o como malas películas que “aun así me gustan”. Y me quedo pensando. Porque si, imaginemos, solo existiera una sola persona en todo el mundo, si todo el planeta desapareciera ahora mismo y solo quedase usted en él, y pudiera descubrir todos los libros que no ha leído en su ya eterna soledad, ¿cómo decidiría cuales son buenos y cuales malos? ¿acaso se pararía a pensar “este es cojonudo, hay que reconocer que es bueno, pero a mí no me gusta”? ¿o al contrario diría •”qué cosa más cutre pero me encanta”? El hecho de vivir en sociedad, y que aquí seamos nosecuantosmil millones de personas hace un pelín más complejas las cosas, pero no tanto. Javi me ha insistido durante años que la gallina va antes que el huevo, y que al revés “si algo gusta es porque es bueno”. Pero como ya le he dicho a él, Javi está equivocado. Lo que hemos hecho ha sido ponernos de acuerdo a lo largo del tiempo en lo que nos había gustado a muchos para catalogarlo como obra a conservar, retener, no dejar en el olvido. El adjetivo es consecuencia y nunca causa. Darle más valor que la conjunción de opiniones me parece darle una significación irreal a una obra que, no hay que olvidarlo, es producto del hombre. Y por el hombre es juzgada.
“Bueno” y “malo” es una etiqueta, una firmita que nos da por poner a las cosas, una forma, en el fondo, de expresar que algo nos ha llegado, tocado, calado hondo. Y, si por ejemplo, los nazis hubieran ganado aquella segunda guerra mundial, puedo asegurar sin mucho riesgo de equivocarme que los Baudelaire, Picasso o Chaplin que hoy admiramos no serían tal. Aunque sus obras, como tales, fuesen las mismas, daría igual. No hay ni siquiera que tirar de imaginación, basta con irse a culturas no occidentales para entender que, lo que nosotros miramos con la boca abierta, otros bostezan o insultan nada más verlo.
Así, queda el análisis, el trabajo por el que pagan a los críticos, esos seres que, como decía Chandler, “se dedican a analizar 10 años después lo que hoy desprecian”. Quizá esa sea nuestra enfermedad. El hecho de que haya gente que sea (o parezca muchas veces) más inteligente que nosotros. Y corramos el riesgo de darles la razón a quien no la tiene más allá de su propio olfato. Es cierto que habrá veces que ciertas obras no te gustarán por no llegar a su grado básico de comprensión. Es lo que pasa con el Quijote que obligan a leer en las escuelas. Y que cada creación requiere un momento/contexto para ser aprehendida. Pero más cierto es aun que la línea que separa el gusto del juicio en una obra de arte es y debe de ser indivisible. Porque no hay nada más a lo que podamos aferrarnos a la hora de sostener una opinión. O correremos el riesgo de ser un testigo más de aquel traje invisible del emperador.
Es imposible que pueda saber si un plato de atún está bien o mal cocinado si no soporto el sabor del atún. Lo más a lo que podemos llegar es a mantenernos al margen, a no opinar. Y esto quizá es un hándicap que debiéramos tener en cuenta muchas veces y casi nunca se tiene. Los bocazas que como yo decimos lo primero que siente nuestro paladar no contamos, es verdad, con el hecho de que hay cosas que quizá, de por sí, es imposible que nos gusten. Ahí sí admito el error. Porque además, y esto es lo más importante de todo, al lapidar cualquier plato por insignificante que sea, somos nosotros los que salimos perdiendo. Cuando a veces me he visto rodeado de amigos que se morían de risa ante comedias americanas que miraba cargado de aburrimiento me decía a mí mismo: caramba, qué envidia, ojalá pudiera verla con sus ojos, y disfrutar este momento como ellos están haciendo. Desde que tengo la afición de ver pelis, leer, o disfrutar de cualquier cosa que se le asemeje (música, arte, etcétera) trato de hacerlo con los ojos de esas personas que saborean a paladar abierto lo que están degustando. No me gusta quedarme con hambre en las comilonas. Y todo, absolutamente todo, tiene algo de bueno por muy malo que sea. Como dijo ahora mismo no sé quién, “nunca me he arrepentido de abrir un libro”. Ante la horda de dardos de la que nos encanta vanagloriarnos, creo que es el momento de empezar a disparar lanzas a favor de todo lo que nos gusta y olvidarnos de lo que no. Al menos hasta que nos guste, si es que lo conseguimos. Y si no, tampoco darle más importancia, pues el arte, de siempre, se hizo para ser disfrutado.
Me viene a la mente la “Oda a la crítica” de Neruda. Y todos esos críticos que retorcieron su pequeña poesía para llenar sus desvanes. Sus cementerios. Pero al final, después de tantos aspavientos, aquellos 5 versos volvieron de donde nunca debieran haber salido: a la gente sencilla. Ya hay sudokus, misterios y matemáticas para comerse el tarro. Dejemos que el arte sea eso que nos gusta o no nos gusta.

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